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La vereda (3)

1 .

La vereda seguía por su cuenta, mostrándonos a dónde ir. “Vengan, vengan, aquí hay algo que puede interesarles”, parecía decirnos. No sabemos cómo apareció. Hasta donde recordamos, antes no había más que hierbas, matorrales, espinas y amenaza de víboras por doquier.

Pero apareció de la nada y empezamos a caminar. Afuera de ella acechaban el peligro, la amenaza, los animales de ponzoña y, tras nosotros, el castigo. Porque encima de que nos atacara una alimaña, pendía el castigo que mamá nos tenía prometido si nos adentrábamos en el monte.

La vereda nos atraía hacia el interior del monte y ahí íbamos, obedientes al reto, porfiados en la desobediencia, prestos a transgredir las pocas reglas, bien dictadas, de nuestros mayores. Ni el peligro en el monte ni el castigo al regresar a casa nos arredraban.

Mi hermano y yo nos mirábamos sin decir palabra, entendiendo que no teníamos culpa alguna de la vereda que nos salía al paso y nos brindaba la oportunidad de descubrir lo que nadie en el rumbo había encontrado antes de nosotros.

Ni por un instante nos detuvimos a pensar que quien había aparecido la vereda nos quisiera conducir a un lugar preciso, como diciendo: “Aquí tienen la tentación, ustedes saben si caen en ella o no, si se comportan como niños medrosos o se atreven a mostrar otros tamaños”.

Aquella tarde detuve a mi hermano porque creí ver una víbora de cascabel pequeña. Recuerdo que a esas les temíamos más porque, según papá, mientras más pequeñas, más venenosas, como si tuvieran el veneno más concentrado. “¡Una víbora!”, grité, creyendo que mi hermano echaría a correr, pero me equivoqué.

Siguió obediente a la vereda y no hubo modo de recular, porque yo era el mayor y no me iba a comportar como un coyón. La vereda nos escondía entre matorrales que rebasaban nuestra estatura. No podíamos ver hacia los lados, ni hacia el frente, ni hacia atrás porque serpenteaba sin fin.

“¿A dónde vamos?”, le dije a mi hermano. “A donde llegue la vereda”, contestó. “¿Y si no llega qué hacemos?, ¿qué tal si no se acaba nunca o nos trae dando vueltas y vueltas por el monte?”, le dije. “Tienes miedo”, se burló, “tan grandote y tan miedoso”. Lo de grandote era un decir, porque apenas le aventajaba año y medio en edad, tal vez lo sintiera así porque lo superaba dos grados en la escuela.

Pero el argumento valía para el escarnio y yo no me iba a humillar. Así que no pregunté más y seguí caminando. Era raro ver a mi hermano al frente, porque hasta entonces había sido yo el puntero en todo, y él quien me seguía. ¿Qué le pasaba?, ni ahora puedo saberlo. Ni entonces ni después se lo pregunté porque siempre actuamos como si no hubiera sucedido.

Nadie reparó en nosotros cuando llegamos a aquel claro. Hombres y mujeres pecaban contra natura o a favor de ella, algunos más cortaban a filo las alas de un ángel leproso, otros se llevaban a la boca trozos de carne que arrancaban de niños moribundos, unos más metían excrementos en la boca de una mujer desnuda y atada a una estaca, había quienes abrían la cabeza de un viejo y sacaban de ella trozos de sesos.

2 .

Nadie reparó en nosotros y, apenas descubrimos la maldad en carne ajena, intentamos escapar pero la vereda ya no estaba. El monte se había cerrado, el matorral la había engullido sin dejar rastro de ella. No puedo hablar de lo que sintió mi hermano pero a mí me invadió el pavor a lo que sucedería si aquellas personas nos descubrieran, ¿qué atrocidades no harían con nosotros?

Han pasado muchos años y hoy me atrevo a decirle a mi hermano: “¿Te acuerdas de la vereda en el monte, aquella vereda que...?”, pero mi hermano me hace una señal con la mano para que me detenga. Después me dice en voz baja: “Hay niños, aquí no”, y lo llevo hasta la orilla de la noria. Apenas creo que va a decir algo, me retira de ahí: “Aquí tampoco, porque está la noria y nadie sabe quién puede estar oyendo desde adentro”. Así que nos alejamos a distancia prudente y empezamos a hablar.

“¿Te acuerdas de las noches en que se me aparecía la mujer vestida de blanco?”, dice. “Sí, pero qué tiene que ver con lo de la vereda”, lo atajo. “¿Te acuerdas del niño? Ella estaba ahí esa vez, era una de las mujeres que se comían al niño”, dice. Me quedo pensando, tratando de hacer memoria. “El niño, sí, lo recuerdo vagamente, ya no tenía piel, estaba casi en los puros huesos, no tenía cabeza, además”, lo digo todo como si se tratara de algo trivial.

“Así es”, dice mi hermano, “ya no tenía cabeza, la mujer de blanco la llevaba apretada entre el brazo izquierdo y el costado”. Me le quedo viendo. ¿Como es posible que recuerde más cosas que yo? Debo reconocer que me impresionó cuanto vi aquella vez, pero el pavor me cegaba como para ver tantos detalles. Miro hacia el brocal, imagino por un instante que de ahí saldrá la mujer con la cabeza del niño en una mano. Pero no le cuento este temor a mi hermano porque después de todo sigo siendo el mayor de los dos y debo comportarme como tal.

“Bueno”, continúa mi hermano, “pues ella me habló desde aquella noche. Por eso yo salía, no era que tuviera ganas de orinar ni que anduviera sonámbulo. Era que la mujer me amenazaba. Si no salía me iba a devorar igual que al niño. Por eso salí noche tras noche, fingiéndome dormido, para que mamá me cuidara de lejos, hasta que se hartó y se desentendió de mis salidas”.

“¿Y no te daba miedo a que te sucediera lo que al niño descarnado?”, le digo. “No”, dice, “ella me había dado su palabra de que no me haría eso. Además, quería entender lo que habíamos visto y nadie más que la mujer de blanco podía decírmelo. ¿A ti nunca se te hizo raro que de repente ya estuviéramos de regreso en el patio de la casa, jugando con carritos y que mamá nos regañara por el atascadero que hacíamos jugando con agua y no por haber estado en el monte?”.

“Recuerdo los gritos de mamá, pero no la manera en que regresamos a la casa. Estaba cerrada la vereda, ¿te acuerdas?”, le digo, y él continúa: “Le pregunté una y otra vez a la mujer cómo habíamos escapado de aquel claro, sin vereda y sin maltratarnos la ropa ni los pies descalzos, pero nunca quiso decir lo que sabía”.

“Me sacaba de la cama”, dice viendo hacia la noria, “me tocaba por debajo de la ropa, como si yo fuera un hombre y no un niño. Pero nunca dije nada porque me daba vergüenza que supieras o que los demás supieran, por eso le hacía creer a mamá que despertaba y la confundía con una mujer de blanco. Y tanto lo creyó que hasta me llevó a curar de susto, ¿te acuerdas?”. Le digo que sí, pero miento.

“Desde la primera noche, la mujer dijo que yo era para ella y que nunca me dejaría. En ese entonces tenía 15 años más que yo pero ya veía en mí al hombre que llegaría a ser. Jamás tuve novias porque no me dejaba tenerlas”, suspira como si se quitara un peso de encima. “¿Y por qué no me lo contaste nunca?”, le digo. “¿Para qué, ¿para que te burlaras de mí?”, dice con resentimiento.

Sin acertar a defenderme de la acusación, indago: “¿Fue ella la que nos rescató esa vez?”, insisto. Mi hermano me mira a los ojos, se nota que lo asalta la misma duda. “Nunca ha querido decírmelo”, confiesa. “¿Cómo que nunca te lo ha querido decir? ¿La ves todavía?”, le digo sorprendido y él asiente con la cabeza.

“Se quedó en los veintitrés años. Nada más un año tuvimos la misma edad. Quince años fui menor que ella. El resto de mi vida ha sido menor que yo”. Lo dice resignado, como si se tratara de una condena. No quiero verlo con lástima. No quiero humillarlo con un lo siento, como si fuera capaz de acompañarlo en un pesar que estoy lejos de entender.

En lugar de eso, hago una pregunta estúpida acerca de si todavía lo toca. “Sí”, dice mi hermano, “todavía me toca, se enamoro de mí, creo”. Sin pensarlo sigo diciendo estupideces: “Pero si eras un niño”. Él me mira a los ojos: “Entonces sí, pero con ella he vivido todas mis edades después”.

“¿Y tú, te enamoraste de ella?”, sigo preguntando en el mismo tenor y él parece agradecer la oportunidad de quitarse de encima todo eso: “Imagínate, yo crecí, maduré, envejezco, y ella sigue siendo la misma mujer de 23 años, sin cambios, perfecta, ¿qué más se puede pedir?”. Lo miro fijo y le contesto: “Que deje de ser fantasma, muerta, bruja o lo que quiera que sea”. Sonríe y dice: “No es nada de eso”.

“¿Cómo? No entiendo”, le digo. “Que nada de eso es. Es una mujer que se conserva en la misma edad. Nada más. Nunca me ha explicado por qué. Llega la luna llena y ahí esta puntual, buscándome. Y se va cuando empiezan los primeros ruidos del amanecer. Dice que me viene queriendo desde hace cuatrocientos años. No me explica por qué, pero eso es lo que dice”.

“Pero dime, si ella no te lo ha dicho, qué piensas tú. Cómo salimos de ahí aquella tarde”, insisto. “Lo único que puedo hacer es contarte lo que recuerdo. ¿Lo quieres escuchar?”, contesta. “Sí, pero vámonos de aquí, a donde no te encuentre. Hoy habrá luna llena”, le advierto. Él sonríe con desgano: “De cualquier manera me encontrará”.

“¿Y nunca te ha dado miedo que se te acerque, que te acaricie?”, le digo. “Jamás. Ella es como el ángel de mi guarda que no cree en Dios. Por eso me salvó aquella vez. Pero para protegerme tenía que sacarnos a los dos. Si yo no hubiera estado contigo, tu esqueleto de niño estaría bajo tierra desde hace más de cincuenta años”.

Mi hermano deja de hablar y mira de reojo hacia su izquierda: “No voltees, acaba de llegar”, dice. Si alguna vez la vi, quiero reconocerla, saber que no inventé aquella vereda que apareció de la nada y se esfumó hacia la nada. Volteo pero no encuentro a nadie. Mi hermano se despide, se aleja unos pasos, se detiene, algo le murmura al aire.

¿Acaso mi hermano se volvió loco desde niño y jamás nos dimos cuenta? ¿O seremos nosotros los ciegos para lo que sólo él ve? Me quedo aquí, con el pavor de la noche prendido a la nuca y a la espina dorsal. No sé que pensar cuando lo veo alejarse hablándole, creo, a la nada.

3 .

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